Advent Review y Sabbath Herald d. 22. abril 1902

de retorno

La justicia de Cristo en la ley

La justicia de Cristo en la ley

La mayor dificultad a la que Pablo tuvo que hacer frente surgió de la influencia de los maestros judaizantes. Ellos le provocaron mucha dificultad ocasionando disensiones en la iglesia de Corinto. Continuamente presentaban las virtudes de las ceremonias de la ley, exaltando esas ceremonias por encima del Evangelio de Cristo y condenando a Pablo porque no las imponía a los nuevos conversos.

Pablo les hizo frente en su propio terreno. “Si el ministerio de muerte grabado con letras en piedras fue con gloria, tanto que los hijos de Israel no pudieron fijar la vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, la cual había de perecer, ¿cómo no será más bien con gloria el ministerio del espíritu? Porque si el ministerio de condenación fue con gloria, mucho más abundará en gloria el ministerio de justificación”. 2 Corintios 3:7-9.

La ley de Dios, pronunciada con pavorosa grandeza desde el Sinaí, es la expresión de condenación para el pecador. Le incumbe a la ley condenar, pero no hay en ella poder para perdonar o redimir. Fue establecida para vida. Los que caminan en armonía con sus preceptos recibirán la recompensa de su obediencia. Pero acarrea 279esclavitud y muerte a los que permanecen bajo su condenación.

Tan sagrada y gloriosa es la ley, que cuando Moisés volvió del monte santo, donde había estado con Dios recibiendo de la mano divina las tablas de piedra, su rostro reflejaba una gloria que el pueblo no podía contemplar sin sufrimiento, y Moisés estuvo obligado a cubrir su rostro con un velo.

La gloria que brilló en el rostro de Moisés fue un reflejo de la justicia de Cristo en la ley. La ley misma no tendría gloria, a no ser que Cristo estuviera en ella corporificado. No tiene poder para salvar. Es opaca a menos que en ella esté representado Cristo como lleno de justicia y verdad.

Los símbolos y sombras del servicio de sacrificios, junto con las profecías, dieron a los israelitas una visión velada y borrosa de la misericordia y de la gracia que habían de ser traídas al mundo mediante la revelación de Cristo. Se desplegó ante Moisés el significado de los símbolos y sombras que señalan a Cristo. El vio el fin de lo que había de ser abolido cuando, en la muerte de Cristo, el símbolo se encontrara con lo simbolizado. Vio que únicamente mediante Cristo puede el hombre guardar la ley moral. Por la transgresión de esa ley, el hombre introdujo el pecado en el mundo, y con el pecado vino la muerte. Cristo llegó a ser la propiciación por los pecados del hombre. Ofreció la perfección de su carácter en lugar de la pecaminosidad del hombre. Tomó sobre sí mismo la maldición de la desobediencia. Los sacrificios y las ofrendas señalaban el sacrificio que iba a realizar. El cordero sacrificado simbolizaba al Cordero que había de quitar el pecado del mundo.

Viendo el objetivo de lo que había de ser abolido, viendo a Cristo como revelado en la ley, se iluminó el rostro de Moisés. La ministración de la ley, escrita y grabada en piedra, era una ministración de muerte. Sin Cristo, el transgresor era dejado bajo su maldición, sin esperanza de perdón. La ministración no tenía gloria en sí misma, pero 280el Salvador prometido, revelado en los símbolos y sombras de la ley ceremonial, hacía que la ley moral fuera gloriosa.

Pablo quería que sus hermanos vieran que la gran gloria de un Salvador que perdona los pecados daba significado a todo el sistema judío. Deseaba que ellos también vieran que cuando Cristo vino al mundo y murió como sacrificio para el hombre, el símbolo se encontró con lo simbolizado.

Después de que Cristo murió en la cruz como una ofrenda por el pecado, la ley ceremonial no podía tener fuerza. Sin embargo, estaba relacionada con la ley moral y era gloriosa. El conjunto llevaba el sello de la divinidad y expresaba la santidad, la justicia y la rectitud de Dios. Y si la ministración de la dispensación que iba a abolirse era gloriosa, ¿cuánto más gloriosa debía ser la realidad, cuando Cristo fuera revelado impartiendo su Espíritu que da vida y santifica a todos los que creen?

La proclamación de la ley de los Diez Mandamientos fue un maravilloso despliegue de la gloria y majestad de Dios. ¿Cómo afectó al pueblo esa manifestación de poder? Estaban aterrados. Cuando vieron “el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la bocina, y el monte que humeaba”, “temblaron, y se pusieron de lejos. Y dijeron a Moisés: Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos”. Éxodo 20:18, 19. Deseaban que Moisés fuera su mediador. No entendían que Cristo era su mediador establecido y que, privados de su mediación, ciertamente habrían sido consumidos.

“Moisés respondió al pueblo: No temáis; porque para probaros vino Dios, y para que su temor esté delante de vosotros, para que no pequéis. Entonces el pueblo estuvo a lo lejos, y Moisés se acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios”. Éxodo 20:20, 21.

El pueblo tenía un concepto disminuido de las 281verdades concernientes al perdón de los pecados, la justificación por la fe en Jesucristo, y el acceso a Dios únicamente por un Mediador debido a la condición perdida de ellos, a su culpabilidad y pecados. En gran medida habían perdido el conocimiento de Dios y de la única forma de llegar a él. Casi habían perdido todo el concepto de lo que constituye el pecado y de lo que es la justicia. El perdón de los pecados por medio de Cristo, el Mesías prometido, a quien simbolizaban sus ofrendas, era entendido tan sólo oscuramente.

Pablo declaró: “Así que, teniendo tal esperanza, usamos de mucha franqueza; y no como Moisés, que ponía un velo sobre su rostro, para que los hijos de Israel no fijaran la vista en el fin de aquello que había de ser abolido. Pero el entendimiento de ellos se embotó; porque hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto, el cual por Cristo es quitado. Y aún hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos. Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará”. 2 Corintios 3:12-16.

Los judíos rehusaron aceptar a Cristo como al Mesías, y no pueden ver que sus ceremonias no tienen significado, que los sacrificios y ofrendas han perdido su propósito. El velo colocado por ellos en su terca incredulidad todavía está delante de su mente. Sería quitado si aceptaran a Cristo, la justicia de la ley.

Muchos en el mundo cristiano también tienen un velo delante de sus ojos y su corazón. No ven con claridad lo que fue abolido. No ven que fue únicamente la ley ceremonial la que fue abrogada a la muerte de Cristo. Pretenden que la ley moral fue clavada a la cruz. Es denso el velo que oscurece su entendimiento. El corazón de muchos está en guerra con Dios. No están sujetos a su ley. Tan sólo cuando se pongan en armonía con la regla de su gobernante, puede Cristo ser de algún valor para ellos. Pueden hablar 282de Cristo como de su Salvador, pero él les dirá finalmente: No os conozco. No os habéis arrepentido genuinamente delante de Dios por la transgresión de su santa ley y no podéis tener fe genuina en mí, porque mi misión fue exaltar la ley de Dios.

Pablo no presentó ni la ley moral ni la ceremonial como los ministros de hoy se atreven a hacer. Algunos fomentan tal antipatía por la ley de Dios, que están dispuestos a hacer cualquier cosa para atacarla y estigmatizarla. Así ellos desprecian y desdeñan la majestad y gloria de Dios.

La ley moral nunca fue un símbolo o una sombra. Existía antes de la creación del hombre y durará mientras permanezca el trono de Dios. Dios no podía cambiar ni alterar un solo precepto de su ley a fin de salvar al hombre, pues la ley es el fundamento de su gobierno. Es inmutable, inalterable, infinita y eterna. A fin de que el hombre fuera salvado y se mantuviera el honor de la ley, fue necesario que el Hijo de Dios se ofreciera a sí mismo como sacrificio por los pecados. El que no conoció pecado se hizo pecado por nosotros. Murió por nosotros en el Calvario. Su muerte muestra el admirable amor de Dios por el hombre y la inmutabilidad de su ley.

Cristo declaró en el Sermón del Monte: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido”. Mateo 5:17, 18.

Cristo llevó la maldición de la ley sufriendo su castigo, completando el plan mediante el cual el hombre había de ser colocado donde pudiera guardar la ley de Dios y ser aceptado mediante los méritos del Redentor, y por su sacrificio se cubrió de gloria la ley. Entonces la gloria de lo que no ha de ser abolido—la ley de Dios de los Diez 283Mandamientos, su norma de justicia—fue vista claramente por todos los que vieron en su totalidad lo que fue abolido.

“Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”. 2 Corintios 3:18. Cristo es el abogado del pecador. Los que aceptan su Evangelio, lo contemplan a cara descubierta. Ven la relación de su misión con la ley, y reconocen la sabiduría y gloria de Dios como son reveladas por el Salvador. La gloria de Cristo es revelada en la ley, que es un trasunto de su carácter, y su eficacia transformadora se ejerce sobre el alma hasta que los hombres se transforman a la semejanza divina. Se hacen participantes de la naturaleza divina y se asemejan más y más a su Salvador, avanzando paso tras paso en conformidad con la voluntad de Dios hasta que alcanzan la perfección.

La ley y el Evangelio están en perfecta armonía. Se sostienen mutuamente. La ley se presenta con toda su majestad ante la conciencia, haciendo que el pecador sienta su necesidad de Cristo como la propiciación de los pecados. El Evangelio reconoce el poder e inmutabilidad de la ley. “Yo no conocí el pecado sino por la ley”, declara Pablo. Romanos 7:7. La convicción del pecado, implantada por la ley, impele al pecador hacia el Salvador. En su necesidad, el hombre puede presentar el poderoso argumento suministrado por la cruz del Calvario. Puede demandar la justicia de Cristo, pues es impartida a todo pecador arrepentido. Dios declara: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Juan 6:37. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. 1 Juan 1:9.

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